También las rosas

Ivan Andrade
4 min readMay 1, 2024

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Dijo Dino Buzzati que concibió El desierto de los tártaros cuando trabajaba en el turno nocturno del Corriere della Sera y veía cómo se escapaban los minutos, las horas, los días, los meses y los años en un marasmo de tedio que amenazaba con apoderarse de su vida entera. Así nació la historia de Giovanni Drogo y la espera de los tártaros, del enemigo capaz de traer la gloria, esa oportunidad definitiva para cambiar la existencia, engrandecerla y sacarla de la monotonía estéril.

Quizás nos mintieron cuando nos dijeron que en el trabajo íbamos a encontrar la felicidad. Sin duda hay quienes sí la han encontrado, la encuentran y la seguirán encontrando allí, quienes adoran la competencia y la adrenalina del ascenso, dedicar la vida entera a trabajar y a demeritar el ocio. Se matan trabajando porque aman lo que hacen (o eso se dicen a sí mismos). Pero sospecho que para la mayoría de nosotros, el trabajo es solo una incómoda necesidad. Claro, es peor la alternativa: cualquiera que haya estado desempleado, sobre todo si fue un tiempo largo, lo sabe; la angustia, la billetera vacía, la sensación de fracaso. Aun así, se nos va la vida y nos vamos marchitando sin saber muy bien cómo evitarlo, abrumados por la inutilidad de nuestro día a día, inmolados en el altar de las horas de oficina indispensables para mantener la pobreza a raya, acomodados en la pequeña vida gris que nos vamos construyendo a punta de cobardía.

A todos nos martillaron con esa pelotudez de “si encuentras un trabajo que ames, no trabajarás un solo día de tu vida”. En esa frase tan simple y motivacional se esconden cientos de excusas para la explotación, la autoexplotación y los salarios bajos, para justificar la vocación como razón para no buscar una mejor remuneración o mejores condiciones de trabajo, para no parar nunca y pensar en el descanso como una recompensa y no como una necesidad; como un tiempo cuya única finalidad es recuperar energía para volver a trabajar.

A todos nos dijeron que podríamos encontrar el trabajo de nuestros sueños y triunfar, cuando la realidad se parece más a la letra de Payaso: uno no es lo que quiere, sino lo que puede ser.

Son más comunes la inestabilidad y la escasez, la precariedad de contratos sin perspectivas, los trabajos puramente alimenticios, necesarios para nutrir la pasión de pagar el arriendo y los servicios, la comida, la salud. Es más común que el trabajo robe el brillo de los ojos.

Incluso cuando es bueno, con sueldo alto, el trabajo logra generar el miedo a perderlo, a no tener la misma suerte de nuevo, a volver a la pobreza. Logra instalar una aguda ansiedad por el futuro en los momentos más impensados, como debajo de la ducha o en las madrugadas sin sueño: ¿qué va a pasar si todo cambia? ¿Podré conseguir otro trabajo así de bueno? ¿Y si la plata se acaba?

Además, el “buen puesto” también puede ser atroz y monótono y despertar otro tipo de ansiedad: ¿toda la vida va ser así de aburrida y estresante? Los trabajos así tienen mayores posibilidades de ocupar más tiempo, más vida; de invadir más espacios y momentos, de obliterar el descanso y el ocio. E incluso con sus grandes ventajas, con el agradecimiento por haber dejado atrás la carencia, pueden crear hastío, melancolía y dolor, como si el alma propendiera por algo menos pedestre, burocrático y servil, una redención posibilitada por la creación y la belleza. En palabras postuladas por la escuela filosófica conocida como Los Tigres del Norte: aunque la jaula sea de oro no deja de ser prisión.

No es que nunca haya momentos buenos. Incluso en el más difícil de los entornos laborales puede haber alegría y amistad, risa y consuelo y algún sentimiento de realización y propósito. Pero estamos atrapados. Bien sea por el simple hecho de estar obligados a seguir órdenes, bien sea por depender absolutamente de tener un trabajo para no caer en la indigencia, estamos tras los barrotes de un mundo de productividad y cansancio permanentes, sin espacio para la contemplación o la necesaria pausa del pensamiento, para una de las más grandes señales de civilización y evolución humanas: el ocio.

Un mundo capaz de inventar tonterías como la “renuncia silenciosa” para referirse a la gente que hace su trabajo sin aspavientos. Gente que no corre la “milla extra”, no sacrifica el tiempo libre y la familia y los amigos, y por eso es perezosa, inútil, peligrosa para el balance contable de la empresa, dependiente de que los empleados trabajen más por menos sueldo. De que se pongan la camiseta.

Trabajar menos, trabajar todos, producir lo necesario, redistribuir todo, no parece estar en las cartas del futuro próximo. Nada va a cambiar pronto. Estamos demasiado exhaustos y tristes como para transformar la realidad. Demasiado asustados de quedar tirados en la cuneta. Demasiado acostumbrados a esperar a los tártaros.

Nos quedan los pequeños actos de resistencia, las rebeldías cotidianas del espíritu. Nos lo dijo James Oppenheim: nuestras vidas no deben ser solo sudor desde el nacimiento hasta la muerte. Nuestros espíritus, aunque laboriosos, necesitan arte y belleza y amor. Como los cuerpos, los corazones sienten hambre. Sí, es pan por lo que luchamos, pero luchamos también por las rosas.

Todo es urgencia y necesidad, pero no nos olvidemos de las rosas.

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