Flores entre la basura

Ivan Andrade
4 min readApr 6, 2024

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Primero por pobreza, luego por falta de tiempo, nunca había podido ir a visitar a uno de mis mejores amigos que se fue a vivir a Chicago hace años. En Semana Santa pude hacerlo. Apenas unos días con intensas jornadas de turista estándar donde comí deep dish pizza y me tapé las arterias a gusto. Pude ver por dentro un submarino nazi capturado por Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y el Aston Martin DB5 de James Bond, ambos en el Museo de Ciencia e Industria, que es un Maloka con esteroides. Vi gorilas de lomo plateado, focas, aves de todo tipo, felinos camuflados en la piedra, una jirafa, pingüinos, leones, macacos meditadores japoneses y un oso polar dormido en el zoológico gratuito de Lincoln Park. Pude ver el mundo aún frío antes de la primavera desde la cornisa transparente del piso 103 de la torre Willis. Aunque la plaza donde está ubicado estaba cerrada, pude ver por encima de las cercas el inmenso fríjol espacial que refleja la ciudad en su piel metálica. Sin planearlo, terminé comiéndome un perro caliente al estilo de Chicago en la Billy Goat’s Tavern, bar de William Sianis, el inmigrante griego que en 1945 maldijo a los Cubs cuando no lo dejaron entrar a Wrigley Field con Murphy, su cabra mascota (solo pudieron volver a ganar una Serie Mundial en 2016). Gracias a otro amigo que también vive en la ciudad vi jugar a los Chicago Bulls, para alegría inmensa de mi niño interior de diez años, al que no le importó demasiado que el equipo perdiera porque aún parecía increíble poder estar ahí. Fui al Field Museum y vi a Sue, el esqueleto completo de un tiranosaurio rex, y me creé nuevas pesadillas al enterarme de la existencia de pájaros vampiros. Volví al United Center para ver a los Black Hawks, el equipo de hockey sobre hielo; me di cuenta de que hay más negros en el Ku Klux Klan que en un partido de esos y de que todos los blanquitos ‘bailan’ con los ojos cerrados y las manos apretadas. Fui a Pilsen, un barrio tan mexicano que incluso los letreros de las tiendas están en español, donde comí una torta de carnitas y visité el Museo Nacional de Arte Mexicano, un sitio donde uno comprueba, una vez más, que sin importar lo que digan los republicanos atarantados y cobardes, supremacistas blancos, neonazis, fascistas, paramilitares y racistas de a pie que apoyan a Trump y cuya única lectura ha sido la Segunda Enmienda, lo que verdaderamente “hizo grande a Estados Unidos” es la inmigración.

En este corto periplo pude ir también al Instituto de Arte de Chicago, un museo con una magnífica sección de impresionismo, pero donde también casi tengo un arrebato místico frente a un san Francisco de Asís pintado por Rubens, vi dibujos de Picasso y su viejo guitarrista ciego, vi Nighthawks de Edward Hopper y muchas otras obras que en un punto de mi vida parecieron inalcanzables. Volviendo al impresionismo, hay pinturas de Seurat, Monet y Manet, Degas, John Singer Sargent, Renoir, Cezanne y otros varios, incluyendo a Van Gogh. En una esquina de la sala están tres cuadros suyos: Los bebedores (verde como la absenta), un Autorretrato y una de las tres versiones de El dormitorio en Arlés.

Hace más de diez años, en el Museo de Arte Moderno en Nueva York, me encontré frente a La noche estrellada con las lágrimas a punto de saltarme de los ojos. Esta vez sucedió lo mismo. Y ahí parado pensé en ese tipo con tanta belleza por dentro, un hombre castigado por la tristeza y el infortunio, pero que aún así se las arregló para dejar el mundo más hermoso de como lo encontró.

El pensamiento me volvió a la cabeza ya en Bogotá, el domingo por la noche, cuando en televisión me encontré con Las horas, esa joya de película. Virginia Woolf, atormentada por la depresión, también nos dejó un mundo más bello habitado por la señora Dalloway. Incluso su nota de suicidio, escrita en la niebla de la última de sus horas oscuras y con los tropiezos de una mente rendida ante el dolor, encuentra la forma de rescatar la idea fundamental del amor como posible y tal vez única salvación de un ser humano.

Uno vuelve de un viaje con la sensación de que la vida está en otra parte, de que algo falla en lo cotidiano, opaco, opresivo y mediocre en comparación. Pero hay que llevar la atención hacia la luz, como diría Simone Weil. Solo estamos perdidos si dejamos de buscar la luz.

El amor, el conocimiento, la belleza, el arte, la creación, la amistad, la risa, los recuerdos felices nos iluminan, nos salvan. Abren el corazón cuando la cotidianidad lo cierra. Están ahí para no desfallecer. Para que nazcan flores entre la basura.

De pronto con eso encontramos la manera de dejar el mundo más bello de como lo encontramos.

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